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El “excéntrico” Bobby Fischer





Según una interesante analogía freudiana, un psicoanálisis podría pensarse del mismo modo en que se piensa una partida de ajedrez. Freud advertía acerca de que, en el análisis al igual que en el ajedrez, lo único que puede sistematizarse son los inicios y los finales. Pero resulta imposible sistematizar el medio juego en el ajedrez, del mismo modo en que no podría sistematizarse el desarrollo de un análisis.


Lacan dirá, mucho tiempo después, que podría compararse todo el desarrollo de un análisis al desarrollo de una partida de ajedrez. En ambos, al inicio hay un cierto número de significantes, piezas, que nosotros llamaremos elementos significantes. Sólo por una serie de movimientos fundados en la naturaleza de esas mismas piezas/significantes y teniendo en cuenta la posición de cada elemento, se sucede una progresiva reducción del número de significantes en juego. Se podría después de todo describir un análisis de ese modo: se trata de eliminar un número de significantes para que resten aquellas piezas/significantes fundantes que permitan apreciar la posición del sujeto en el tablero de la vida.


Para lo que sigue a continuación, bastó el apasionante relato que me hiciera un fanático del ajedrez acerca de la historia de Bobby Fischer, famoso ajedrecista y campeón mundial entre 1972 y 1975. Nacido en 1943, Bobby no fue un niño prodigio, al menos no a la manera de aquellos que en el ajedrez irrumpen cada tanto con una actuación descollante y sorprendente. Es más, su infancia transcurrió en absoluta precariedad y pobreza, de la que no solo nunca se ufanó para hacerla ver como un ejemplo de superación, sino que, por el contrario, lo avergonzó siempre.



Es interesante observar que muchas de las “excentricidades” y comportamientos que se le adjudicaban, hoy en día, con las nuevas perspectivas psicoanalíticas y también las múltiples y variadas autopsias psicológicas a las que ha sido sometida su historia, coinciden en encuadrar a Bobby bajo la forma del Síndrome de Asperger. Y son muchos los datos de la niñez de Bobby que a la luz de hoy nos darían un cuadro de interpretación distinto al que lo sentenció bajo el término “excéntrico”.


Y es que Bobby no era un simple amante y maestro del ajedrez, sino que el ajedrez constituía para él su único interés y obsesión. “El ajedrez no es como la vida, el ajedrez es la vida misma”. Así es como su historia está marcada por aquellas partidas y movimientos que, en ese tablero de 64 casilleros, denotaban su propia posición subjetiva. “Mi único deseo es jugar honestamente al ajedrez”, afirmó.


Hay una anécdota que describe su perspectiva al respecto; en una ocasión, siendo apenas un adolescente, se encontraba en Mar del Plata disputando el torneo anual de la ciudad, torneo muy prestigioso internacionalmente hasta entrados los 70 y, como siempre, fuera de la sala del torneo estaba solo y aislado. En una mesa donde cenaban un grupo de jugadores argentinos se apiadaron del joven y lo invitaron a integrarse con ellos. Oscar Panno, un famoso ajedrecista argentino, en tono paternalista, le aconsejó en un momento que debía volver al colegio que había abandonado. Bobby, muy serio, le respondió: “No, no…. para qué voy a ir al colegio, hay que levantarse temprano y además se gana muy poca plata con eso”. Panno insistió, “Pero no Bobby, debes estar informado de lo que sucede en el mundo. No puede ser que no sepas quién fue Napoleón”. Bobby se quedó mirando sorprendido y, sin ironía alguna y con total ingenuidad, contestó: “Napoleón, Napoleón, la verdad que no lo conozco. ¿Qué torneo ganó?”.


Para el desarrollo del juego, Bobby no tenía grises: perseguía la victoria tanto como prefería la derrota antes que el empate porque, en el ajedrez, el empate implica un acuerdo de partes y esa aceptación de “paz” y “arreglo” entre partes y egos le resultaban intolerables. Como manifestó alguna vez su gran rival, Borís Spassky: “Sabes que cuando enfrentas a Bobby, deberás luchar hasta que los reyes queden desnudos”. En 1972 se produjo lo que se denominó “el encuentro del siglo”: en un mundo en que el ajedrez se había constituido como la máxima expresión artística y cultural del nuevo universo soviético, Bobby Fischer se enfrenta a Spassky, en aquel entonces campeón mundial. En plena “guerra fría”, la sociedad americana rápidamente adoptó a Bobby como su “caballo de batalla”, alcanzando Fischer una popularidad universal comparable a la de cualquier figura máxima del deporte contemporáneo.


Llegado el match con Spassky, las “excentricidades” de Fischer alcanzaron su máximo esplendor, exigía una sala de juego con condiciones pre-establecidas, una luz determinada, un tablero determinado, unas piezas con un peso determinado, un jugador de tenis para él practicar en el momento y la hora que deseara, una bolsa de premio impensada para cualquier deporte en esa época, la ausencia de periodistas, etc…. Es decir que acumuló un montón de resentimientos a su alrededor que solo le toleraron durante la “batalla”. Cuando comenzó el match ante Spassky (contra quien Bobby nunca había triunfado, solo conociendo empates y derrotas) en la primera partida perdió solo para evitar un empate.


Disconforme, no se presentó al segundo encuentro y casi que amenazó con dejar la contienda. Ante esa circunstancia, el Presidente Nixon encomendó a su famoso Secretario de Estado Henry Kissinger la tarea de convencer y casi obligar a Fischer a reanudar la lucha. Como corolario de la comunicación telefónica, para persuadirlo le manifestó que en juego no estaba un título de ajedrez, si no la defensa del presente y futuro del “american way of life”.


Convencido, Bobby volvió a la lucha y el resultado final es sabido: Fischer obtuvo una victoria final tan aplastante como humillante. El mundo soviético recibió un golpe letal en su orgullo y a no dudarlo que también contribuyó a socavar internamente el régimen.


Sin embargo, lejos de identificarse con una posición nacionalista, Bobby fue destratado y desconsiderado luego de aquella victoria, llegando a estar preso en Estados Unidos hasta manifestar, en el año 2001, su satisfacción por la caída de las torres gemelas, perdiendo definitivamente su nacionalidad.


Así es como Bobby muere en Islandia, desterrado de Estados Unidos. Un final de juego que describe su propia posición: su único interés y obsesión era ser campeón mundial de ajedrez jugando honestamente y, aquel país que lo vio triunfar, guarda sus restos en una sencilla tumba, en el cercano y pequeño pueblo costero llamado Selfoss.

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