El circuito de la necesidad, la demanda y el deseo

El cachorro humano es la única cría que al nacer presenta una indefensión total. La dependencia con otro que lo asista, lo alimente, y cuide de los peligros es completa, al punto de que si esto no es así, el recién nacido está condenado a morir. En el momento mismo del nacimiento, y en el primer contacto con el mundo extrauterino, el aire que ingresa por primera vez al aparato respiratorio, generará el primer y esperado grito como acto inaugural, que al mismo recién nacido lo asusta y le es desconocido. Llegado a este mundo plagado de estímulos, lejos del apacible y protector entorno acuoso que lo envolvía, todos estos estímulos provenientes del mundo que lo rodea le son hostiles, desagradables, desconocidos.
No hay todavía un adentro y afuera constituidos, solamente hay una homeostasis corporal, regida por el principio de placer/displacer, donde el displacer que rompe con ese equilibrio y desestabiliza el sistema, espera el cese de esa sensación para volver al punto inicial de homeostasis y con ella la sensación placentera y aliviada. Pero así como aparecen algunos estímulos externos de los cuales es posible escapar mediante un acto reflejo (por ejemplo retirar un miembro de una fuente de calor que está lesionando la piel), existen muchos otros de los cuales no es posible alejarse, entre ellos estímulos provenientes del mismo cuerpo, a los que Freud denominó pulsiones (hambre – sed – dolor).
El recién nacido necesita indefectiblemente de otro que apacigüe con alguna acción esa sensación displacentera. En general cuando hablamos de “otro”, nos referimos a la madre (biológica o el adulto sobre quien recaiga esa función materna) que, a través de sus intervenciones e interpretaciones, logrará morigerar ese displacer, aliviarlo, y convertirlo en placer.
La función dedicada al sostén del recién nacido es encarnada en la figura de la madre, quien satisface sus necesidades fisiológicas, alimentarias, de higiene, etc. Por otra parte, lo que caracteriza a la especie humana y resulta absolutamente imprescindible para la supervivencia es el lenguaje. Ante la mencionada indefensión del niño al nacer, lo que éste debe recibir fundamentalmente del otro para sobrevivir está en relación con la palabra, a través de la voz. Está comprobado en múltiples experiencias que los lactantes sometidos a una privación total del lenguaje, a pesar de tener las necesidades básicas para la vida satisfechas, sobrevivirán un breve tiempo y luego morirán. De lo anterior se desprende que la madre, en primer lugar, ante ese grito indiferenciado y desconocido del niño, responderá dándole un significado, transformándolo en un pedido, pero que ella misma descifrará y convertirá en significación. La palabra en la voz de la madre precede a la llegada del alimento.
Entonces la madre dirá: “tenes hambre”, “tenes sueño”, “tenes frío”, constituyendo con esto una demanda según sus propias interpretaciones y necesidades. Quedará así el niño alienado a esa demanda materna, que le reclamará que duerma, que coma o que beba.
Pero la madre, conjuntamente con el elemento necesario en relación con el orden fisiológico, debe ofrecer el afecto, expresado a través de las palabras. La satisfacción nunca es completa. Nunca el niño recibe del otro materno, la respuesta que satisfaga el pedido en su totalidad. Esa diferencia será el motor que determine la vuelta al pedido, al reclamo, y nuevamente la insatisfacción ante la respuesta recibida. Se instala así el circuito del deseo. Puede ocurrir que la madre responda sólo con el objeto de la necesidad, ofreciendo el alimento necesario para la supervivencia. En ocasiones el alimento es ofrecido como premio o consuelo ante un estado de angustia o llanto. Queda así taponado ese vacío necesario, que deja la respuesta insatisfactoria, y que será lo que genere el movimiento del próximo pedido. No queda allí lugar para el deseo, para seguir la búsqueda, para alojar al sujeto.
Otra posibilidad en este vínculo inicial madre-hijo está relacionada con la demanda materna. Ante el llanto del niño, la madre significa ese llanto otorgándole valor de pedido. Pero suele suceder que para algunas madres, el llanto siempre responde a la misma necesidad, que en general es alimentaria. Entonces todo pedido del niño se satisface con alimentos, confundiendo así las sensaciones, lo cual constituye en la mayoría de los casos el origen de muchas patologías, entre ellas múltiples trastornos alimentarios.
Tener un cuerpo: la dialéctica de la demanda y del deseo en las nuevas patologías del acto en la infancia
Para satisfacer lo que no puede ser satisfecho, a saber, el deseo de la madre, que en su fundamento es insaciable, el niño, por la vía que sea, toma el camino de hacerse el mismo objeto falaz. Este deseo que no puede ser saciado, es cuestión de engañarlo.
Seminario IV – Jacques Lacan
Los trastornos de la alimentación son una problemática actual que interesa al psicoanálisis en tanto se ubica dentro de las llamadas nuevas patologías del acto.Son conocidas con dicho nombre porque aquello que las caracteriza es el hecho de que no hay una mediación simbólica entre una representación psíquica conflictiva para un sujeto y el síntoma que este último produce como resolución del conflicto, sino un pasaje a la acción que parece rechazar toda relación al inconsciente.
Estas patologías no se nos presentan con un síntoma corporal que habla sino que parecen tomar un estatuto del cuerpo que rechaza la relación del inconsciente y por lo tanto se resisten a ser tomados por el dispositivo analítico.
En lo que respecta a la obesidad infantil, esta última es entendida como una de las enfermedades de la época por el hecho de que el índice de obesidad en los niños ha crecido considerablemente en los últimos años.
La obesidad infantil aparece como una pequeña adicción (a-dicción) en tanto y en cuanto la dificultad reside precisamente en la imposibilidad de que se establezca el circuito del deseo y de la demanda que permite forjar la hiancia para que se produzca la circulación de la palabra.
Las construcciones subjetivas de los obesos se asemejan a las de otros adictos en un punto crucial: el llenado permanente de la boca produce un taponamiento a la palabra. Ahora bien, ¿qué es lo que posibilita que el circuito del deseo y de la demanda se ponga en funcionamiento?
Al comienzo, un viviente (diremos así por el momento y no sujeto) se halla por entero en el campo de la necesidad. Para que alguien sepa de esa necesidad, es necesario pasar por el pedido, pedido de satisfacción de esa necesidad. El Otro materno será aquel que satisfará ese pedido, diremos, interpretando lo que a ese niño le pasa: por ejemplo, “ese niño tiene hambre”.
Aquello que Freud relata como la “primera vivencia de satisfacción” tiene que ver precisamente con aquel objeto que satisface la primera necesidad, que introduce la constitución y funcionamiento del aparato psíquico, pero que lo hace sólo a través de su inscripción como ausente, dado que es una vez perdido que pone en marcha un sistema de inscripciones en el aparato psíquico que buscarán reproducir esa vivencia. Frente a la primera satisfacción de la necesidad, la demanda deja de pertenecer al campo de la necesidad para pasar a constituirse así como demanda de amor.
La demanda de amor se caracteriza entonces por un pedido de incondicionalidad al Otro materno que, si se nos presenta también como un sujeto deseante, no podrá saciar. Es por esa hiancia entre la demanda de satisfacción de la necesidad y la demanda de amor que se va cavando el deseo como un resto que no se satisface.
La obesidad pone en evidencia (en una instancia patológica) la búsqueda incesante del sujeto por ese objeto perdido por estructura. En las “comilonas” voraces del obeso lo que se revela es la búsqueda, al fondo de cada una de sus comidas, del objeto de la necesidad. Lo que convierte a esta búsqueda en un callejón sin salida que la relanza una y otra vez es, precisamente, que el objeto de la necesidad está perdido por estructura y por ende es imposible de ser hallado.
La constitución del deseo se articula con una pregunta dirigida al Otro: “Che vuoi?” = “¿Qué quieres de mí?”. El sujeto, barrado desde el inicio por su inmersión en el lenguaje, pide algo y en ese pedir se dirige al Otro que tiene un grado de alteridad respecto del sujeto porque habla y porque interpreta lo que el sujeto pide. Este Otro (la madre, hablemos de funciones) interpreta aquello que el niño pide pero no da una respuesta que colme efectivamente la necesidad que suscita el pedido.
Es por ese punto de imposibilidad de satisfacción total de la necesidad que la madre se ve interpelada a decir “no” a ese pedido porque hay algo del orden de su propio deseo que traspasa ese término en que podría responder enteramente al pedido del sujeto. En el Otro, no hay un significante que pueda nombrar al deseo, porque el deseo no se articula en palabras. Esta falta es una falta estructural y estructurante. Es sólo por la vía de la castración en el Otro que opera la castración para el sujeto y es sólo por la vía de la castración que se habilita el circuito del deseo.
Para comprender esto también es importante comprender aquello que pasa a nivel de la constitución subjetiva y que tiene que ver con la función del Nombre del Padre en tanto significante. La operación que se produce en esta instancia es la metáfora paterna que tiene como efecto la significación fálica. De allí que el Nombre del Padre no sólo da significación a aquello que la madre desea (posibilitando al niño posicionarse en ese lugar, el falo) sino que simultáneamente corre al niño de dicho lugar a través de una doble prohibición: “no te acostarás con tu madre” (al niño) y “no reintegrarás tu producto” (a la madre).
Lacan relaciona el significante de la falta en el Otro con el falo simbólico. El Otro ya no permanece completo para el sujeto porque ha sido interpelado por la prohibición del padre y es por eso y desde allí que el sujeto se realiza la pregunta por el deseo. Cuando hablamos del sujeto como “sujeto del deseo”, nos referimos precisamente al sujetamiento del mismo al campo del deseo del Otro.
Esto tiene que ver con que el deseo es insatisfecho por estructura (y es necesario que así lo sea). El deseo está ligado a una falta del orden del tener o del orden del ser y es precisamente por ello que la salida que el sujeto encuentra como respuesta al deseo del Otro es por el orden del tener o por el orden del ser. ¿Qué pasa con la respuesta por el “orden del tener”? Para poder hablar de tener, podríamos pensar que es necesario entonces que entre en juego el falo como significante y como significación. Es a partir de aquí que puede jugarse el binarismo entre ser o no ser (que nos enseña Shakespeare en Hamlet), puesto que ser (el falo) cerrará las puertas a poder tenerlo, a la vez que a la inversa, si se tiene, no se es. Sin embargo, el sujeto debe poder perderse de ser el objeto que colma el deseo materno, puesto que podrá ubicarse en el circuito del deseo únicamente por la falta-en-ser.
¿Qué sucede, entonces, con esos niños que se nos revelan como cuerpos desbordados, barriles sin fondo en los que el alimento pareciera no colmar el hambre que los origina? Cuerpos obscenos que se muestran al otro en una suerte de exhibicionismo y que ponen en evidencia de un modo grosero que el cuerpo es un objeto a ser tomado por la libido para la satisfacción pulsional.
Retomando las palabras de Lacan, en la obesidad infantil el niño pareciera ofrecerse como objeto falaz que pretende engañar el deseo de la madre prestándose como un objeto a ser llenado, un objeto a ser colmado por el ofrecimiento de otros objetos que el niño no podrá rechazar (entre ellos, la madre misma ofrecida como objeto a ser comido). El cuerpo se ofrece a la madre no sólo como un objeto que la colmará sino también como un cuerpo dispuesto a expandirse más allá de los límites de lo orgánico en pos de saciar ese deseo voraz.
En el tratamiento de niños con esta patología se verifica un aplastamiento subjetivo por la demanda devoradora del Otro y, simultáneamente, una sujeción a esa demanda que consiste en el modo que han encontrado para vérselas con el deseo materno. Su posición de aparente dar y ofrecerse sin límites tiene su envés gozoso en llenarse y gratificarse también ilimitado.
Por otra parte, se trata de sujetos que se presentan en una posición donde el objeto oral no está latente y perdido promoviendo preguntas, sino que se encuentra permanentemente entre nosotros estorbando la posibilidad de instauración de la transferencia y de iniciación del tratamiento.
Cómo intervenir – Cómo prevenir Dra. Claudia Muente – Lic. Florencia Casabella
En relación a estas patologías, y su difícil control una vez instaladas, nada mejor que realizar acciones tendientes a prevenir las mismas desde lo más íntimo, el vínculo temprano que atañe a dos: madre e hijo desde los primeros días, ampliando luego estas acciones al resto de la familia, y luego la escuela, ámbito en el que transcurre gran parte de la vida del niño.
Es fundamental que la madre interprete y de significación al pedido de su hijo, pero es necesario transmitir el concepto de que, una vez satisfecha la necesidad básica, el niño requiere afecto expresado en caricias, besos y sobre todo palabras. Esto permitirá que no confunda los momentos en que siente hambre, con aquellos en que otra sensación le genera displacer o malestar. A tal efecto, es importante que la madre no lo alimente ante cada momento de llanto, frustración o angustia, reemplazando el alimento por palabras, y al mismo tiempo permitiendo que exprese sus sentimientos.
Se da frecuentemente la situación de ver a las madres tranquilizar a su hijo colocándolo al pecho ante cada circunstancia. Esto genera en muchos casos también trastornos del sueño, dado que, en la etapa en que el lactante transcurre la angustia del octavo mes (descripta por Spitz), comienza a despertarse varias veces durante la noche, ya que necesita el contacto con su madre, pero recibe además, por añadidura, la oferta del alimento.
Considero importante también recomendar a las madres, cuando el niño comienza a alimentarse con semisólidos, permitir la participación activa del niño, que pueda experimentar con sus propias manos las distintas texturas y consistencias de los alimentos. En esa etapa de la vida, donde se está constituyendo el espacio interior y exterior, el niño introducirá y luego sacará de su boca repetidamente el alimento con esta finalidad. El horario de la alimentación no debe extenderse indefinidamente ni confundirse con el juego. Se debe evitar también el uso de los alimentos como premios o castigos ante determinadas conductas, o en el mismo sentido, premiar al niño cuando come adecuadamente según la exigencia materna.
La atención interdisciplinaria del paciente, en un equipo comandado por el médico pediatra de cabecera será fundamental. Este último deberá contemplar no sólo el aspecto orgánico (solicitando todos los estudios complementarios e interconsultas que considere oportunos), sino también los aspectos inherentes a lo vincular, entre el niño y su madre, y el resto de la familia, detectando precozmente la calidad de los mismos, y realizando intervenciones tempranas y de carácter preventivo sobre dichos vínculos. Considerar al niño en su subjetividad, dirigirse a él, escuchar sus dichos, le ofrecerá una posibilidad de hablar, de ser escuchado, y así transformar sus conflictos infantiles en palabras.